¿Desde cuándo me interesan las letras? Supongo que desde que alcancé a vislumbrar todo lo que se podía hacer con ellas. Enseguida me fascinó que un mensaje pudiera quedar ahí, capturado en el papel, atravesando las barreras del tiempo y del espacio, para ser leído por uno o por muchos, por todo aquel que quisiera atreverse a descifrarlo, así hubiera cambiado de parecer el dueño del mensaje o desaparecido de la faz de la Tierra. Su mensaje seguía vivo, y a mí me parecía cosa de magia… literalmente. De hecho, a los seis años había dos profesiones a las que aspiraba a dedicarme en un futuro: soñaba con ser maga, o escritora.
Así que, cuando apenas sabía escribir mi nombre porque mi mano era aún poco diestra, cogí la
máquina de escribir de mi padre y comencé a inventar mis primeras historias, llenas de errores ortográficos fruto del desconocimiento y de que los dedos se me colaban entre unas teclas injustamente diseñadas para manos adultas. Leer vino casi de la mano, porque me gustaba perderme por mundos fantásticos y porque era consciente de que sólo se podía escribir un libro analizando del derecho y del revés cómo estaban hechos los libros de verdad. Leí mucho por aquella época, y especialmente historias como
El pequeño vampiro o
El hobbit marcaron mi infancia.
Durante la adolescencia, mientras seguía escribiendo, descubrí que había dos literaturas: la que a mí me gustaba, normalmente de aventuras, ciencia ficción o fantasía, con autores como Julio Verne o Eoin Colfer, y la que me obligaban a leer en el colegio, que no alcanzaba a entender porque había mil cosas que me pasaban desapercibidas o porque sencillamente no lograba identificarme con ella. A veces reconocía la belleza de una descripción, un poema o una metáfora, empleaba los recursos estilísticos conforme los estudiaba, pero el contenido seguía a años luz de mí.
Aunque reconocerlo puede reducir mi círculo de amigos, bachillerato despertó mi interés por la filosofía, y un libro que ha influido en mi perspectiva de la moralidad es Fundamentación de una metafísica de las costumbres, de Kant.
Ya en la carrera conocí una literatura nueva, la literatura árabe, y me maravilló la profundidad que exhibían muchas obras. Desde poetas como Gibran, Adonis, Mahmud Darwish o Nazik al-Mala’ika a dramaturgos de la talla de Tawfiq al-Hakim, con su maravillosa Shehrezada: poema dramático en siete cuadros.
Actualmente sólo leo en inglés porque necesito acreditar el idioma. He de reconocer que sigo leyendo fantasía, que es lo que escribo, pero tengo que matizar que nunca he entendido la fantasía como una «evasión de la realidad», como he escuchado decir a tantos profesores, sino como una poesía de la realidad.